viernes, 12 de abril de 2013

Diario de Max Cady (Parte I)



13 de enero de 1925

Otro día de trabajo intenso. El caso McMardigan me está causando verdaderos quebraderos de cabeza, más por la vastedad de información que por la complejidad del caso. Aún así tengo tiempo de sobra para prepararlo y confío en que todo salga bien. Por su parte, la jefa está estresada con el Fieldman. La vista es pasado mañana y, aunque lo tiene todo más que controlado, cuando yo he salido del bufete todavía andaba liada con los archivos. La verdad es que ganar este caso supondría un gran paso adelante para la firma y la señorita Connors lo sabe. Es una buena jefa. Consigue que las cosas se hagan y exige a todo el mundo que sea tan eficiente como ella. La verdad es que considero que ha sido todo un acierto venir de Washington, ahora tengo la oportunidad de trabajar con los mejores y de que me asignen casos verdaderamente importantes. Hoy no me extenderé más. Aprovecharé para irme a dormir que mañana promete ser un día intenso…

14 de enero de 1925

Hoy ha sucedido algo verdaderamente inusual en el trabajo: la señorita Connors ha recibido un telegrama de un amigo suyo, un tal Jackson Elías. Al parecer se trata de un escritor del tres al cuarto, cuyos libros versan sobre sectas y asuntos varios relativos a las mismas. En el telegrama anunciaba que llegaría a Nueva York mañana, aunque no decía como ni a qué hora. También mencionaba algo referente a la expedición Carlyle y, aquí viene lo extraño, la srta. Connors me ha ordenado interrumpir mi actividad y telefonear a 4 números de teléfono para reunir un grupo de investigadores y ponerlos al servicio del tal Elías.

He llamado uno por uno: el primero era un anticuario afincado en Nueva York, un tal Max Powell y su socio, un tal Taylor (no recuerdo el nombre). Por lo visto, también han tenido en el pasado contacto con la srta. Connors, pues parecía conocerla, aunque la cortesía en el trato apuntan más a una relación personal. El segundo no ha contestado al teléfono: se trataba de un profesor de historia o arqueología o algo así y su nombre era Freeborn. Seguiré probando mañana. El tercer elemento en discordia era un tipo seco, policía para más señas, que respondía al nombre de Kurt Russell. No parecía conocer de nada a la jefa pero al parecer la llamada ha picado su curiosidad y ha accedido a reunirse con nosotros en las oficinas.

Los tres individuos han hecho acto de presencia en el bufete hacia media tarde y la srta. Connors, jodidamente meticulosa como siempre, había preparado una reunión en menos que canta un gallo. La acompañaba otro individuo al que no había visto en mi vida, un tipo fornido, que fumaba un cigarrillo tras otro de forma compulsiva y que trataba con familiaridad inusitada a la jefa. Creo que la señorita Connors le ha presentado como Donny Brasco o algo así. Tras las presentaciones, nos ha facilitado unos documentos relativos a la susodicha expedición Carlyle, que al parecer fue un capricho de un millonetis al que hace unos 5 años le dio por irse a escarbar a Egipto, pasando primero por Londres. Al parecer en mitad del trabajo y tras conseguir desenterrar algo de cierto valor, el tal Carlyle y su grupo (compuesto igualmente por miembros de la más alta alcurnia) quisieron irse de safari a Kenya pero al llegar allí las cosas se torcieron y los cazados fueron ellos. La expedición estuvo desaparecida durante unos meses y hasta la hermana del millonario acudió desde Nueva York para intentar esclarecer el asunto, que acabó cuando se descubrió que un grupo de indígenas miembros de una tribu acabó con sus vidas y con las de los porteadores que los acompañaban de forma salvaje. Los presuntos culpables fueron ajusticiados, siendo pasto de la horca y la fortuna de Carlyle pasó a manos de su abnegada hermana.
Al término de la reunión cada mochuelo ha ido a su olivo, a rumiar lo que había escuchado previamente. Yo me he quedado comprobando nombres y direcciones, tratando de verificar sobre todo la ruta seguida en Kenya por el malhadado grupo pero lo que he podido hallar no ha sido gran cosa. Al final, hemos quedado todos en reunirnos mañana en cuanto tengamos noticias del amigo Elías.
A todo esto, mañana es la vista del caso Fieldman, por lo que de nuevo la jefa se ha tenido que quedar en el bufete cuando yo me he despedido, eso sí, en compañía de su amigo el señor Brasco.

16 de enero de 1925

Ayer no pude ni escribir una palabra y hoy me ha costado bastante pero creo que conviene que todo esto quede registrado de alguna forma. Empezaré por relatar los acontecimientos que ocurrieron durante el día de ayer por donde los dejé previamente.
Al día siguiente de nuestra primera reunión, fui, como cada día, a Ferguson, Steward & Connors a trabajar. Durante una buena parte de la mañana todo transcurrió con normalidad y la rutina únicamente fue interrumpida por las puntuales llamadas horarias del diligente Sr. Powell, que telefoneaba continuamente para preguntar si habíamos recibido alguna información novedosa con respecto a Jackson Elías. Lamentablemente no pude darle ninguna respuesta positiva a este respecto. La srta. Connors parecía haberse olvidado de la reunión del día previo e incordiaba incesantemente mientras se preparaba para ir al juzgado. No obstante en cuanto se marchó por la puerta se precipitaron los acontecimientos.

Como unas dos horas después de que la jefa saliera por la puerta, Michelle me comunicó que tenía una nueva llamada. Pensando que sería nuevamente el señor Max Powell descolgué el auricular pero la voz que oí al otro lado del aparato no era la del puntilloso anticuario sino otra voz más profunda y que hablaba de manera entrecortada. Me preguntó por la jefa y le dije que no se hallaba en el bufete en ese momento. Tras sopesarlo unos instantes y sin presentarse, me dijo que le esperaba esa misma tarde a las 8 en el hotel Chelsea. Intuyendo de quien se trataba intenté entablar conversación pero en cuanto pronuncié su nombre colgó apresuradamente, de modo que al “¿es usted el señor Elías?” me contestó con un sonoro ‘clac’. Inmediatamente telefoneé al juzgado donde me comunicaron que todavía seguían con el juicio. Resolví ir a comer algo e intentarlo de nuevo después. Cuando así lo hice volví a obtener la misma respuesta. Comencé a sentirme algo de nerviosismo por lo inusual de la situación, supongo y dicho nerviosismo se incrementó cuando, a eso de las 6 de la tarde recibí la enésima llamada horaria del sr Powell. Cuando preguntó si teníamos noticias del señor Elías le dije que sí y le comuniqué la cita que había tratado de concertar con la srta. Connor. Aún a riesgo de contrariar a la jefa, acordamos acudir en su nombre al hotel Chelsea y encontrarnos con el señor Elías, quizás una de las decisiones que más he lamentado en mi vida…

Como el señor Powell y el señor Taylor se hallaban en otro punto de la ciudad, resolvimos quedar en un punto intermedio y llegar juntos al hotel Chelsea. Avisamos asimismo al agente Russell quien con su flema habitual accedió a acompañarnos. Así pues, una media hora antes de las 8 de la tarde nos reunimos de nuevo los cuatro y nos dirigimos al lugar de la cita.

El hotel era un sitio maravilloso, un edificio antiguo con un aire clásico encantador. Llegamos con el tiempo justo y preguntamos al recepcionista el número de habitación del señor Jackson Elías que nos facilitó sin problemas. Asimismo nos contó que el huésped había llegado hacía unas horas y que no le habían visto salir de su habitación por lo que era de esperar que continuara allí. Le dimos las gracias y subimos hasta la 4ª planta, que era donde estaba la habitación. Llamamos a la puerta pero nadie contestó, pese a insistir largo rato. El señor Powell comentó que lo mejor sería tratar de convencer al recepcionista o a algún tipo de trabajador del hotel para que abriera la puerta y se encaminó de nuevo a la planta baja, seguido poco después por el policía, lo que nos dejaba solos al negro y a mí frente a la puerta cerrada de la habitación de Jackson Elías. Tras sopesarlo un poco y llegando a la conclusión de que el señor Taylor no se escandalizaría precisamente, decidí intentar abrir la puerta con mis “habilidades manuales”, aprendidas de mi padre en la tienda de relojes. Entre la tensión, lo extraño del momento y el hecho de estar siendo observado mientras cometía un acto que podría considerarse reprobable, aquella cerradura se me resistió en primera instancia y no hallé forma alguna de abrirla. Cuando acometía la tarea una vez más, vi subir por las escaleras al señor Powell y al señor Russell acompañados de un empleado del hotel por lo que decidí en tácito acuerdo con el señor Taylor, no continuar con mi labor y, tras cruzar una mirada nerviosa con mi compañero, seguimos aporreando la puerta. Por supuesto nadie respondió y al cabo de un corto rato el trío llegó a nuestra altura. Dejamos sitio al recepcionista, que dudó unos instantes sobre si debía o no abrir mientras jugueteaba, al parecer algo nervioso, con el manojo de llaves que llevaba en las manos. No obstante, el momento de duda fue superado por la presión del señor Powell y el agente Russell, que le exhortaban a abrir urgentemente no fuera que al señor Elías le hubiese sucedido algo malo, como un ataque al corazón o algo por el estilo.

El joven empleado introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar, avanzando unos pasos hacia el interior de la habitación mientras hacía saber al propietario de ésta que entrábamos. De repente, se oyó un sonoro ‘chaf’ y el recepcionista comenzó a convulsionar violentamente para, acto seguido, caer al suelo con una herida horrorosa en la cabeza por la que podía verse el cerebro del desdichado muchacho y por la que manaba sangre a borbotones.

A partir de ahí todo se volvió muy confuso. Perdí la consciencia de lo que sucedía a mi alrededor y no sé cuánto tiempo permanecí en estado de shock. Volví a la horrible realidad que me rodeaba obligado por el señor Taylor, quien me zarandeaba inmisericordemente por los hombros y me gritaba en un idioma que no conocía. Cuando por fin pude entenderle, comprendí que me pedía ayuda para sacar al muchacho herido de la habitación y tratar de ayudarlo y aunque lo ayudé a hacerlo en cuanto lo vimos más de cerca supimos que la tarea era cuanto menos utópica. Se oyeron varios disparos que venían del exterior y cuando levanté la cabeza y miré hacia el interior de la habitación, volví a quedar catatónico. La escena que se desplegaba ante mí era lo más horroroso que he contemplado en mi vida, lo que es mucho decir teniendo en cuenta que acababa de presenciar como abrían la cabeza de un recepcionista de hotel como si fuera un melón delante de mis narices hacía escasos segundos.
La habitación aparecía parcialmente cubierta por sangre y vísceras. La cabeza colgando de un hombre, con un rictus agónico indescriptible, colgaba por los pies de la cama y en la frente del desdichado habían marcado con una hoja afilada un extraño símbolo que no había visto en mi vida. Antes de volver a entrar en shock entreví la, en la pared opuesta a la puerta, al señor Taylor que salía a lo que debía de tratarse de la escalera de incendios a través de una ventana abierta y oí asimismo varios disparos más en la calle.

Lo siguiente que recuerdo es una algarabía de voces y gritos. Eché un vistazo a mi alrededor y comprobé que seguía en la cuarta planta del hotel Chelsea. Por todos lados había gente hablando, gritando y corriendo. Algunos valientes pasaban a mi lado y soltaban exclamaciones e improperios al ver la macabra escena que había a unos pasos de mí. Sin volver la vista atrás me abrí paso como pude hasta la planta baja, donde el caos era mayor aún si cabe.
Acordándome de repente, traté en vano de localizar a alguno de los compañeros con los que había llegado al hotel pero todos parecían haberse esfumado. Fue entonces cuando comencé a oír las sirenas de policía. Al principio el pánico volvió a atenazarme nuevamente y mi primera reacción fue tratar de huir. No obstante tuve un momento de lucidez y supe que si huía solo empeoraría las cosas, puesto que el recepcionista que nos había atendido al principio daría mi descripción y la de mis compañeros y nos identificarían con casi toda probabilidad, convirtiéndonos en los principales sospechosos de las muertes y añadiendo además el delito de fuga. De modo que esperé a que entraran al hotel y comenzaran a hacer preguntas y me aseguré de que mi testimonio fuera el siguiente al del recepcionista, para dar más credibilidad a mis palabras y que él pudiera confirmarlas.

Cuando por fin me autorizaron a marchar, salí del hotel y me di de bruces con el señor Kurt Russell, que estaba prestando declaración. Él, a su vez, pareció verme también por lo que deambulé por los alrededores esperando a que finalizara su comparecencia, mientras pensaba en que hacer a continuación. Cuando terminó, se llegó hasta mí y me contó la increíble historia de cómo él solo había acabado con 3 sujetos que, al parecer, habían sido los presuntos asesinos del señor Jackson Elías. También me dijo que el señor Taylor había seguido sus pasos y contribuido a neutralizar a los asesinos pero que se había visto forzado a huir, ayudado por el señor Powell, para no verse envuelto en líos con la policía. Por lo tanto solo estábamos los dos. Le propuse acudir al bufete, pues temía por la seguridad de la señorita Connors y además quería contarle de primera mano la muerte de su amigo Jackson Elías. Accedió a acompañarme de modo que nos encaminamos hasta donde había aparcado el Chevy y enfilamos a Ferguson, Steward & Connors.

Cuando llegamos, encontramos a la señorita Connors como siempre en su despacho. Cuando preguntó de dónde salíamos le conté toda la historia de sopetón y ella pareció bastante afectada al enterarse del desgraciado destino de su amigo. No la había visto así nunca, parecía incluso frágil… De repente, el agente Russell comenzó a hacerle todo tipo de preguntas y a hostigarla de manera incomprensible y harto grosera. Por lo visto, creía que nos había ocultado información y le presionaba en aquellos momentos de debilidad para que revelara lo que no nos había dicho. Una buena táctica si se es capaz de discernir cuando una persona está a punto del colapso, pues si no se corre el riesgo de provocar el efecto contrario: que se cierre en banda y quedarte sin información. Por lo visto el agente Russell desconocía este punto y continuaba molestando con sus preguntas a la señorita Connors y, de paso, a mí también. Ella estaba visiblemente destrozada y al final hasta el tosco policía acabó dándose cuenta, cesando en su diatriba. Como aun temía por su seguridad me ofrecí a acompañarla a casa (¿creo que la llamé Cynthia?) a lo que rehusó cortésmente alegando que haría llamar a un chófer de la empresa para llevarla a su chalet. Me pareció razonable de modo que nos despedimos hasta el día siguiente, quedando en volver a encontrarnos en el bufete por la mañana.

Cuando llegué a casa estaba tan conmocionado que no tuve voluntad para ponerme a escribir en este diario. De hecho ni lo contemplé. Me metí a la cama sin cenar y me quedé dormido después de varias horas dando vueltas, pese a que creo poder afirmar que no he estado tan agotado ni física ni mentalmente en toda mi vida.

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