13 de enero de 1925
Otro día de trabajo intenso. El caso McMardigan me está
causando verdaderos quebraderos de cabeza, más por la vastedad de información
que por la complejidad del caso. Aún así tengo tiempo de sobra para prepararlo
y confío en que todo salga bien. Por su parte, la jefa está estresada con el
Fieldman. La vista es pasado mañana y, aunque lo tiene todo más que controlado,
cuando yo he salido del bufete todavía andaba liada con los archivos. La verdad
es que ganar este caso supondría un gran paso adelante para la firma y la
señorita Connors lo sabe. Es una buena jefa. Consigue que las cosas se hagan y
exige a todo el mundo que sea tan eficiente como ella. La verdad es que
considero que ha sido todo un acierto venir de Washington, ahora tengo la
oportunidad de trabajar con los mejores y de que me asignen casos
verdaderamente importantes. Hoy no me extenderé más. Aprovecharé para irme a dormir
que mañana promete ser un día intenso…
14 de enero de 1925
Hoy ha sucedido algo verdaderamente inusual en el trabajo:
la señorita Connors ha recibido un telegrama de un amigo suyo, un tal Jackson
Elías. Al parecer se trata de un escritor del tres al cuarto, cuyos libros
versan sobre sectas y asuntos varios relativos a las mismas. En el telegrama
anunciaba que llegaría a Nueva York mañana, aunque no decía como ni a qué hora. También mencionaba algo referente a la expedición Carlyle y,
aquí viene lo extraño, la srta. Connors me ha ordenado interrumpir mi actividad
y telefonear a 4 números de teléfono para reunir un grupo de investigadores y
ponerlos al servicio del tal Elías.
He llamado uno por uno: el primero era un anticuario
afincado en Nueva York, un tal Max Powell y su socio, un tal Taylor (no recuerdo
el nombre). Por lo visto, también han tenido en el pasado contacto con la srta.
Connors, pues parecía conocerla, aunque la cortesía en el trato apuntan más a
una relación personal. El segundo no ha contestado al teléfono: se trataba de
un profesor de historia o arqueología o algo así y su nombre era Freeborn.
Seguiré probando mañana. El tercer elemento en discordia era un tipo seco,
policía para más señas, que respondía al nombre de Kurt Russell. No parecía
conocer de nada a la jefa pero al parecer la llamada ha picado su curiosidad y
ha accedido a reunirse con nosotros en las oficinas.
Los tres individuos han hecho acto de presencia en el bufete
hacia media tarde y la srta. Connors, jodidamente meticulosa como siempre, había
preparado una reunión en menos que canta un gallo. La acompañaba otro individuo al que no
había visto en mi vida, un tipo fornido, que fumaba un cigarrillo tras otro de
forma compulsiva y que trataba con familiaridad inusitada a la jefa. Creo que
la señorita Connors le ha presentado como Donny Brasco o algo así. Tras las
presentaciones, nos ha facilitado unos documentos relativos a la susodicha expedición
Carlyle, que al parecer fue un capricho de un millonetis al que hace unos 5
años le dio por irse a escarbar a Egipto, pasando primero por Londres. Al
parecer en mitad del trabajo y tras conseguir desenterrar algo de cierto valor,
el tal Carlyle y su grupo (compuesto igualmente por miembros de la más alta
alcurnia) quisieron irse de safari a Kenya pero al llegar allí las cosas se
torcieron y los cazados fueron ellos. La expedición estuvo desaparecida durante
unos meses y hasta la hermana del millonario acudió desde Nueva York para
intentar esclarecer el asunto, que acabó cuando se descubrió que un grupo de
indígenas miembros de una tribu acabó con sus vidas y con las de los
porteadores que los acompañaban de forma salvaje. Los presuntos culpables
fueron ajusticiados, siendo pasto de la horca y la fortuna de Carlyle pasó a
manos de su abnegada hermana.
Al término de la reunión cada mochuelo ha ido a su olivo, a
rumiar lo que había escuchado previamente. Yo me he quedado comprobando nombres
y direcciones, tratando de verificar sobre todo la ruta seguida en Kenya por el
malhadado grupo pero lo que he podido hallar no ha sido gran cosa. Al final,
hemos quedado todos en reunirnos mañana en cuanto tengamos noticias del amigo
Elías.
A todo esto, mañana es la vista del caso Fieldman, por lo
que de nuevo la jefa se ha tenido que quedar en el bufete cuando yo me he
despedido, eso sí, en compañía de su amigo el señor Brasco.
16 de enero de 1925
Ayer no pude ni escribir una palabra y hoy me ha costado
bastante pero creo que conviene que todo esto quede registrado de alguna forma.
Empezaré por relatar los acontecimientos que ocurrieron durante el día de ayer
por donde los dejé previamente.
Al día siguiente de nuestra primera reunión, fui, como cada
día, a Ferguson, Steward & Connors a trabajar. Durante una buena parte de la mañana
todo transcurrió con normalidad y la rutina únicamente fue interrumpida por las
puntuales llamadas horarias del diligente Sr. Powell, que telefoneaba
continuamente para preguntar si habíamos recibido alguna información novedosa
con respecto a Jackson Elías. Lamentablemente no pude darle ninguna respuesta
positiva a este respecto. La srta. Connors parecía haberse olvidado de la
reunión del día previo e incordiaba incesantemente mientras se preparaba para
ir al juzgado. No obstante en cuanto se marchó por la puerta se precipitaron
los acontecimientos.
Como unas dos horas después de que la jefa saliera por la
puerta, Michelle me comunicó que tenía una nueva llamada. Pensando que sería
nuevamente el señor Max Powell descolgué el auricular pero la voz que oí al
otro lado del aparato no era la del puntilloso anticuario sino otra voz más
profunda y que hablaba de manera entrecortada. Me preguntó por la jefa y le
dije que no se hallaba en el bufete en ese momento. Tras sopesarlo unos
instantes y sin presentarse, me dijo que le esperaba esa misma tarde a las 8 en
el hotel Chelsea. Intuyendo de quien se trataba intenté entablar conversación
pero en cuanto pronuncié su nombre colgó apresuradamente, de modo que al “¿es
usted el señor Elías?” me contestó con un sonoro ‘clac’. Inmediatamente
telefoneé al juzgado donde me comunicaron que todavía seguían con el juicio.
Resolví ir a comer algo e intentarlo de nuevo después. Cuando así lo hice volví
a obtener la misma respuesta. Comencé a sentirme algo de nerviosismo por lo
inusual de la situación, supongo y dicho nerviosismo se incrementó cuando, a
eso de las 6 de la tarde recibí la enésima llamada horaria del sr Powell.
Cuando preguntó si teníamos noticias del señor Elías le dije que sí y le
comuniqué la cita que había tratado de concertar con la srta. Connor. Aún a
riesgo de contrariar a la jefa, acordamos acudir en su nombre al hotel Chelsea y
encontrarnos con el señor Elías, quizás una de las decisiones que más he
lamentado en mi vida…
Como el señor Powell y el señor Taylor se hallaban en otro
punto de la ciudad, resolvimos quedar en un punto intermedio y llegar juntos al
hotel Chelsea. Avisamos asimismo al agente Russell quien con su flema habitual
accedió a acompañarnos. Así pues, una media hora antes de las 8 de la tarde nos
reunimos de nuevo los cuatro y nos dirigimos al lugar de la cita.
El hotel era un sitio maravilloso, un edificio antiguo con
un aire clásico encantador. Llegamos con el tiempo justo y preguntamos al
recepcionista el número de habitación del señor Jackson Elías que nos facilitó
sin problemas. Asimismo nos contó que el huésped había llegado hacía unas horas
y que no le habían visto salir de su habitación por lo que era de esperar que continuara
allí. Le dimos las gracias y subimos hasta la 4ª planta, que era donde estaba
la habitación. Llamamos a la puerta pero nadie contestó, pese a insistir largo
rato. El señor Powell comentó que lo mejor sería tratar de convencer al
recepcionista o a algún tipo de trabajador del hotel para que abriera la puerta
y se encaminó de nuevo a la planta baja, seguido poco después por el policía,
lo que nos dejaba solos al negro y a mí frente a la puerta cerrada de la
habitación de Jackson Elías. Tras sopesarlo un poco y llegando a la conclusión de
que el señor Taylor no se escandalizaría precisamente, decidí intentar abrir la
puerta con mis “habilidades manuales”, aprendidas de mi padre en la tienda de
relojes. Entre la tensión, lo extraño del momento y el hecho de estar siendo
observado mientras cometía un acto que podría considerarse reprobable, aquella cerradura se me
resistió en primera instancia y no hallé forma alguna de abrirla. Cuando
acometía la tarea una vez más, vi subir por las escaleras al señor Powell y al
señor Russell acompañados de un empleado del hotel por lo que decidí en tácito
acuerdo con el señor Taylor, no continuar con mi labor y, tras cruzar una
mirada nerviosa con mi compañero, seguimos aporreando la puerta. Por supuesto
nadie respondió y al cabo de un corto rato el trío llegó a nuestra altura.
Dejamos sitio al recepcionista, que dudó unos instantes sobre si debía o no
abrir mientras jugueteaba, al parecer algo nervioso, con el manojo de llaves
que llevaba en las manos. No obstante, el momento de duda fue superado por la
presión del señor Powell y el agente Russell, que le exhortaban a abrir
urgentemente no fuera que al señor Elías le hubiese sucedido algo malo, como un
ataque al corazón o algo por el estilo.
El joven empleado introdujo la llave en la cerradura y la
hizo girar, avanzando unos pasos hacia el interior de la habitación mientras
hacía saber al propietario de ésta que entrábamos. De repente, se oyó un sonoro
‘chaf’ y el recepcionista comenzó a convulsionar violentamente para, acto
seguido, caer al suelo con una herida horrorosa en la cabeza por la que podía
verse el cerebro del desdichado muchacho y por la que manaba sangre a
borbotones.
A partir de ahí todo se volvió muy confuso. Perdí la
consciencia de lo que sucedía a mi alrededor y no sé cuánto tiempo permanecí en estado de
shock. Volví a la horrible realidad que me rodeaba obligado por el señor Taylor, quien me
zarandeaba inmisericordemente por los hombros y me gritaba en un idioma que no
conocía. Cuando por fin pude entenderle, comprendí que me pedía ayuda para
sacar al muchacho herido de la habitación y tratar de ayudarlo y aunque lo
ayudé a hacerlo en cuanto lo vimos más de cerca supimos que la tarea era cuanto
menos utópica. Se oyeron varios disparos que venían del exterior y cuando levanté
la cabeza y miré hacia el interior de la habitación, volví a quedar catatónico.
La escena que se desplegaba ante mí era lo más horroroso que he contemplado en
mi vida, lo que es mucho decir teniendo en cuenta que acababa de presenciar como
abrían la cabeza de un recepcionista de hotel como si fuera un melón delante de
mis narices hacía escasos segundos.
La habitación aparecía parcialmente cubierta por sangre y
vísceras. La cabeza colgando de un hombre, con un rictus agónico indescriptible,
colgaba por los pies de la cama y en la frente del desdichado habían marcado
con una hoja afilada un extraño símbolo que no había visto en mi vida. Antes de
volver a entrar en shock entreví la, en la pared opuesta a la puerta, al señor Taylor
que salía a lo que debía de tratarse de la escalera de incendios a través de
una ventana abierta y oí asimismo varios disparos más en la calle.
Lo siguiente que recuerdo es una algarabía de voces y
gritos. Eché un vistazo a mi alrededor y comprobé que seguía en la cuarta
planta del hotel Chelsea. Por todos lados había gente hablando, gritando y
corriendo. Algunos valientes pasaban a mi lado y soltaban exclamaciones e
improperios al ver la macabra escena que había a unos pasos de mí. Sin volver
la vista atrás me abrí paso como pude hasta la planta baja, donde el caos era
mayor aún si cabe.
Acordándome de repente, traté en vano de localizar a alguno
de los compañeros con los que había llegado al hotel pero todos parecían
haberse esfumado. Fue entonces cuando comencé a oír las sirenas de policía. Al
principio el pánico volvió a atenazarme nuevamente y mi primera reacción fue
tratar de huir. No obstante tuve un momento de lucidez y supe que si huía solo
empeoraría las cosas, puesto que el recepcionista que nos había atendido al
principio daría mi descripción y la de mis compañeros y nos identificarían con
casi toda probabilidad, convirtiéndonos en los principales sospechosos de las
muertes y añadiendo además el delito de fuga. De modo que esperé a que entraran
al hotel y comenzaran a hacer preguntas y me aseguré de que mi testimonio fuera
el siguiente al del recepcionista, para dar más credibilidad a mis palabras y
que él pudiera confirmarlas.
Cuando por fin me autorizaron a marchar, salí del hotel y me
di de bruces con el señor Kurt Russell, que estaba prestando declaración. Él, a
su vez, pareció verme también por lo que deambulé por los alrededores esperando
a que finalizara su comparecencia, mientras pensaba en que hacer a
continuación. Cuando terminó, se llegó hasta mí y me contó la increíble historia
de cómo él solo había acabado con 3 sujetos que, al parecer, habían sido los
presuntos asesinos del señor Jackson Elías. También me dijo que el señor Taylor
había seguido sus pasos y contribuido a neutralizar a los asesinos pero que se
había visto forzado a huir, ayudado por el señor Powell, para no verse envuelto
en líos con la policía. Por lo tanto solo estábamos los dos. Le propuse acudir
al bufete, pues temía por la seguridad de la señorita Connors y además quería
contarle de primera mano la muerte de su amigo Jackson Elías. Accedió a
acompañarme de modo que nos encaminamos hasta donde había aparcado el Chevy y
enfilamos a Ferguson, Steward & Connors.
Cuando llegamos, encontramos a la señorita Connors como
siempre en su despacho. Cuando preguntó de dónde salíamos le conté toda la
historia de sopetón y ella pareció bastante afectada al enterarse del
desgraciado destino de su amigo. No la había visto así nunca, parecía incluso
frágil… De repente, el agente Russell comenzó a hacerle todo tipo de preguntas
y a hostigarla de manera incomprensible y harto grosera. Por lo visto, creía
que nos había ocultado información y le presionaba en aquellos momentos de debilidad
para que revelara lo que no nos había dicho. Una buena táctica si se es capaz
de discernir cuando una persona está a punto del colapso, pues si no se corre
el riesgo de provocar el efecto contrario: que se cierre en banda y quedarte
sin información. Por lo visto el agente Russell desconocía este punto y continuaba
molestando con sus preguntas a la señorita Connors y, de paso, a mí también.
Ella estaba visiblemente destrozada y al final hasta el tosco policía acabó
dándose cuenta, cesando en su diatriba. Como aun temía por su seguridad me
ofrecí a acompañarla a casa (¿creo que la llamé Cynthia?) a lo que rehusó
cortésmente alegando que haría llamar a un chófer de la empresa para llevarla a su chalet. Me pareció razonable de
modo que nos despedimos hasta el día siguiente, quedando en volver a
encontrarnos en el bufete por la mañana.
Cuando llegué a casa estaba tan conmocionado que no tuve
voluntad para ponerme a escribir en este diario. De hecho ni lo contemplé. Me
metí a la cama sin cenar y me quedé dormido después de varias horas dando
vueltas, pese a que creo poder afirmar que no he estado tan agotado ni física
ni mentalmente en toda mi vida.